Visión completa de la Ría de Vigo
En una ocasión mi marido me dijo que el alcalde de Vigo me tenía que hacer una placa con mi nombre por promocionar tanto mi ciudad, y es que es cierto que llevo unos años en que no paro de hablar bien de ella, todo me parece maravilloso, hasta lo objetivamente feo, y no siempre ha sido así, es más, he sido muy crítica con esta ciudad al ser consciente de sus posibilidades. Siempre me ha dolido que no la hubieran pensado mejor, un diseño a tiempo la hubiera convertido en una ciudad de referencia, porque el marco en el que está ubicada, sí es verdaderamente de ensueño. Con la ciudad, a día de hoy, estoy más o menos reconciliada. Disfruto con las mejoras que va consiguiendo, pero de lo estuve y estoy realmente enamorada y siempre lo estuve, es de su bendito enclave, la Ría de Vigo. Busco un adjetivo para ella, y todos se me quedan cortos. Es como un valle fértil con un lago inmenso en el medio. Es una estampa realmente de ensueño que si yo la viera en un folleto, cruzaría el mundo para disfrutarla, y la tengo aquí.
Uno, muchas veces, no valora lo que tiene cerca, y a mí eso me ocurrió con muchas cosas en la vida, por eso me ha resultado terapéutico salir fuera, vivir años o meses en diferentes ciudades o países, para darme cuenta de que lo que tengo aquí es lo que quiero, y que el lugar ideal para vivir, que es la pregunta que me hacía de adolescente, ya lo he encontrado, pero eso que he dudado con otras cosas, siempre lo he tenido claro con la Ría, aún cuando era una adolescente con problemas y en mi mundo, disfrutaba de su belleza, y lograba, por un momento, evadirme de todo con sólo contemplarla.
Recuerdo en una ocasión, hace ya muchos años, estábamos mi hermana y yo sentadas en unas escaleras del Monte Castro observando placenteramente del espectáculo que suponía un mar calmo plagado de barquitos de vela, con los montes de Moaña, y Cangas al frente, y sus casitas dispersas por las colinas. Era demasiado bonito para ser cierto. Hacía un día precioso, primaveral, y allí estábamos tan a gusto charlando de nuestras cosas, sin quitarle ojo a toda aquella explosión de belleza que era nuestra, cuando de repente se nos acercó un señor de mediana edad, argentino, y nos dijo: “Ustedes no saben lo que tienen aquí, ¡¡es una maravilla!!”.
Le contestamos: “Lo sabemos, no nos cansamos de verla, y eso que lo hacemos a menudo”.
Vista aérea de la Ría de Vigo con el Puente de Rande
Yo nací en Moaña, al otro lado de la ría, y llevo más de la mitad de mi vida viviendo en Vigo, así que tengo una visión completa de este entrante de mar, tanto observando las suaves colinas plagadas de casitas del Morrazo, como la visión de lo que para mí, de pequeña, era la gran metrópoli. Me acercaba en barco a otro mundo, un pequeño Nueva York, o San Francisco con su puente de Rande al fondo, y sus edificios altos.
Cruzar la ría en barco se podría vender como un mini crucero, y eso lo hacía yo a menudo para ir al colegio, o de compras. Aunque de pequeña, temía caerme por el agujero que provoca la separación del barco y el muelle, una vez a salvo, disfrutaba de lo lindo de la travesía, sobre todo si el día acompañaba, y podíamos subir a la parte de arriba, a sentir el viento en la cara, la brisa del mar que te dejaba el pelo hecho un nudo (lo peor), el olor salino tan característico y familiar, y el empuje del barco acercándose a Vigo o a Moaña, según fuera el destino final. Durante la travesía, la cabeza siempre estaba ladeada en busca de las Cies, las islas mágicas. Nunca las ves iguales, según el día que haga, el mar picado o calmo, la hora del día que sea, etc, parecen islas tropicales sacadas de un folleto con su playa perfectamente perfilada, cubierta de arena blanca, sus montes claramente definidos al fondo, o si el mar está oscuro, parecen islas brumosas, mágicas, de cuento, de hadas y gnomos. Las sigo y las he seguido toda mi vida, en carretera hacia Baiona, Cangas o Moaña, ahí están, desde cualquier punto aparecen, majestuosas.
El diario británico “The Guardian” declaró a una de sus playas, como la más bonita del mundo, la de Rodas. Para mí, aunque hay otras con más encanto, por escondidas y menos concurridas, sin duda la más bella es esa.
Playa de Rodas - Islas Cíes
La ría está plagada de pequeños y grandes arenales. De niña, en verano, hacíamos de vez en cuando una excursión los niños del barrio, que a mí particularmente me encantaba. Nos íbamos a la Playa del Con, que pertenece a Moaña, y desde ese punto de partida, recorríamos toda la costa que separaba Moaña y Cangas, de calita en calita. Había montones, la mayoría apenas transitadas en ese momento. Nos sentíamos como Robinson Crusoe. Algunas debíamos cruzarlas a nado al no encontrar una roca que nos ayudase.
A medio camino del recorrido parábamos para bañarnos en una calita más grande que las otras, una calita salida verdaderamente de un folleto caribeño, con árbol caído y todo. Nos sentíamos como si la hubiéramos descubierto nosotros por primera vez, y nos apoderábamos de ella con derecho, y dándole vida, nos zambullíamos, saltábamos, reíamos…
En una ocasión, nos acompañaron unas niñas que apenas conocíamos, una de ellas, la más pequeña, nos aclaró que no podía bañarse porque tenía alergia a cualquier tipo de contaminación del mar. Aquello a mí me sonaba a chino, primero porque las aguas eran cristalinas, aunque sabía que había barcos que utilizaban combustible, y por otro lado, me imaginaba la pesadilla que tenía que ser no poder lanzarse al mar, para mí el mayor placer entre los placeres. Como digo yo, lo que no cuesta dinero es a veces lo más placentero, el mar, la montaña, …
Durante estas aventuras muchas veces solíamos comenzarlas con un asado de sardinas que previamente habíamos comprado en la plaza. Asar tus propias sardinas entre las rocas de la playa, te hacen sentir más Robinson Crusoe si cabe.
Playas de Moaña
Las rocas, era y es otra de mis pasiones. A pesar de rascarme literalmente toda la espalda con una de ellas, y dejármela como un cromo, en carne viva, nunca se me ha quitado el placer de pisarlas, de pasar por encima de ellas, saltando, en equilibrio, de una en una, y correr el pequeño riesgo de caerme, a cambio de explorar algo nuevo. Aún hoy las disfruto, en ocasiones acompañada de mi hija, que arriesga siempre un poquito más dentro de sus posibilidades, situándose al límite de la caída, así que debe ser algo innato, inherente al ser humano, en su necesidad de explorar lo desconocido, y ponerse al límite, retándose, y salir orgulloso al dominar la naturaleza, aunque se lo ponga difícil, o justamente por eso.
La pesca es otro de los placeres que puedes vivir si dispones de un río o un mar cerca, así que también formó parte de mi infancia.
Muchas veces grabamos pequeños retazos de nuestra vida en la memoria que resume en cierta manera todo lo que hemos vivido. Si pienso en la pesca, el play de mi memoria se para en el momento en el que estoy con mis dos hermanos pequeños frente a la casa de mis tías cerca de la playa del Con, un sitio en el que antes había muchas rocas con algas (ahora es un paseo marítimo) que supongo que propiciaba la cría de camarón porque estaba plagada de ellos. No era una zona de baño, no había playa, sólo en la bajamar se quedaba al descubierto una especie de tierra lodosa perfecta para la cría de cualquier molusco, bicho para pescar, cangrejos, etc.
Ese día habíamos bajado los tres con nuestro cubito azul, y nuestros ganapanes (utensilio para coger camarones, que consta de un palo y un especie de colador gigante al final para que se filtre el agua del mar, y se queden atrapadas las algas junto con lo interesante, los camarones saltando como kamikazes en busca de una salida). Es un placer agarrarlos rápido antes de que huyan. Nos animamos mutuamente, “¡vamos!, ¡venga!, ¡que se escapan!, ¡rápido!”, y seis manos pequeñas y apuradas no paraban de seguir los movimientos y piruetas de aquellos pequeños crustáceos con tal de adelantarlos a su apurada caída en picado al mar.
Atrincherados con nuestras botas de agua, introducíamos los pies, sin temor alguno, entre las algas y las pequeñas rocas a la orilla del mar, sin sentir el frío del agua ni preocuparnos por si pisábamos algo malo, un cangrejo, un cristal, o lo que fuera. Siempre me han dado grima pasar o nadar por medio de las algas, por miedo a una ingrata sorpresa, así que las botas me permitían meterme en sitios que ni de broma lo hubiera hecho de otra forma. Era todo un regusto desplazarme con dominio absoluto del terreno, como cuando pisas charcos después de un chaparrón.
El cubito azul lo íbamos turnando, todos queríamos introducir el ganapán, y no portar el cubito. Poco a poco éste se iba llenando de más bichitos pequeños con ojos saltones, como langostinitos reducidos al tamaño de pulga, que nadaban en línea recta tropezando con el fin del barreño. Como el agua era limpia y cristalina nos enorgullecía testar cómo iba aumentando el número.
La mayor satisfacción la vivíamos al llegar a casa orgullosos. El instinto de cazador que todos debemos llevar dentro se veía cumplido. Nos sentíamos grandes, mayores, supervivientes. Por un momento éramos capaces de alimentarnos con nuestro esfuerzo, y eso para un crío es lo más. Enseñarle a mi madre nuestra colecta nos hacía sentir importantes.
Cuando nos cocía lo pescado, lo comíamos con el placer de saber que nadie más que nosotros los había cazado. Una vez lo teníamos en el plato solíamos vivir una pequeña decepción, el cubito lleno de agua y camarones en zigzag, se quedaba reducido a unos cuantos bichillos rosáceos y humeantes que repartidos en tres comensales no daba para tanto, pero a pesar de todo, los devorábamos con gusto.
Camarones
Para haceros una idea de la cantidad de camarones que debía haber en ese momento en esa zona, en una ocasión mi tía me contó que cuando hacía paella, la dejaba prácticamente terminada, bajaba un momentito al mar, ella vivía a primera línea de la costa, cogía unos cuantos camarones, de los miles que había en ese momento. Para cuando llegaba, el arroz ya prácticamente estaba hecho, y sólo faltaba el último toque, sus camarones recién pescados.
También tengo un recuerdo vívido de la pesca con anzuelo en el muelle con una de mis hermanas mayores, y una amiga del barrio. La espera estaba recompensada desde el principio sólo con la charla amena y continuada, y la ilusión ante la posibilidad de que un pececito picara. Las únicas partes desagradables era recoger bicho blandito en la playa e introducirlo en el anzuelo, o quitar el anzuelo del pez pescado, pero quitando eso, lo demás era puro placer, sobre todo el momento en que notabas que algo tiraba de tu sedal después de una larga espera. Era pura euforia, grito por aquí, grito por allá, animado por las exclamaciones de las acompañantes. A veces el pez tiraba con fuerza, y ahí comenzaba la lucha entre una misma y el pez, en una batalla que había que ganar sí o sí, si querías salir con el orgullo intacto, con la captura que tanto tiempo te había costado, y también si no quería caer en picado al mar al estar en el límite del muelle. El pescadito frito por mamá y pescado por una, era otra delicia.

Acuarela de niños pescando
Era también divertido ir a buscar caramujos (caracoles de mar), había que distinguirlos de otros que por lo que fuera, no eran los buenos según nos había adiestrado mi madre. Era muy divertido recolectar en el cubito de siempre los caracoles riquísimos. Después de cocerlos, cada una atacaba con una aguja de coser, extrayendo la deliciosa carnecilla que éstos escondían, ¡un manjar!.
Caramujos
Otro momento parado en mi memoria me lleva a otra playa de Moaña, la Junquera, en la que se marisqueaba mucho, generalmente las mareas en este arenal eran exageradas, así que cuando había una bajamar máxima, me divertía caminar a cuatro patas, y rebuscar entre la arena, un poco fangosa, los croques (berberechos) deliciosos, los abría tal cual me habían enseñado, con la ayuda de otro croque, y así en directo me los zampaba, para mí lo máximo, comer al aire libre, en directo, al tiempo que descansas bañándote y tomando el sol.
Bajamar de la Playa de la Junquera - Moaña
Se me amontonan los recuerdos: el grupo de niñas y niños de barrio que éramos usando la bicicleta para todo y bajando al mar (me suena a Verano Azul, éramos de esa generación)..... En fin muchos son los recuerdos agradables relacionados con la naturaleza que brinda esta hermosa ría.... la visión del mar, el olor tan característico a salitre, a bajamar, a marisco, …..
Este blog brotó como un canto de amor a este paisaje que tanto amo, a este telón, esta estampa, este escenario en el que me tocó nacer, y del que tan orgullosa estoy. Me siento agradecida de tener tan cerca este trozo de paraíso, y siento la necesidad de compartirlo con el mundo.